Al oír hablar de la perfección del cuento, de su unidad, conviene ampliar una sonrisa.
En Oriente, mientras observamos al más experto de los calígrafos trazar algunos ideogramas sobre el papel de arroz, notamos que algunas gotas de tinta se esparcen aparentemente ajenas al motivo del trazado. ¿Un error? ¿Burdas manchas que quiebran la armonía, la unidad? No es así. Esas gotas dan muestra del impulso creativo del artista por alcanzar, rozar, la perfección. Inalcanzable perfección. En ese intento se halla la nueva belleza. Lo que nosotros podríamos ver como imperfección, finalmente representa una noción y estética distintas de la armonía.
El cuentista también puede ser un calígrafo.
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El estilo del cuentista obedece a distintos factores. Éste se construye con el asiduo ejercicio, con la lectura, con el imaginario del escritor que busca su concreción en la palabra escrita. Pero también el estilo se amolda y potencia ante las circunstancias más anodinas. En su etapa de formación, reiteradas veces el escritor se lamenta de las largas convalecencias, encierros, de la vida en el campo o la ciudad, de las urgencias y obligaciones familiares o laborales, de la ansiedad o la molicie, que van condicionando sus primeros escritos. Sin embargo, llega el momento en el que esos posibles impedimentos son domesticados y aprovechados por el autor. Cuando hay conciencia de ello, el escritor domina sus recursos narrativos y reconoce su estilo.
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El buen cuento ofrece una buena historia, una anécdota, una sucesión de hechos cautivantes. No obstante, el buen cuento puede también dejar de ofrecer una buena historia, una anécdota relevante, etc. Pues hay un elemento agregado inexpresable en el argumento mismo, pero que procura de él para revelarse o ser intuido.
Ese elemento agregado afecta vivamente en el lector.
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El austríaco Ludwig Wittgenstein decía: “los límites de mi lenguaje implican los límites de mi mundo”. El entorno lo percibimos, asimilamos y revertimos a través de nuestras palabras, en cálida proporción. En el cuento, paradójicamente, la brevedad, la tendencia hacia lo mínimo expresable por nuestro lenguaje, el ilusorio silencio, dilata y supera al propio mundo.
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No hace mucho escribí: “Yo pertenezco, o creo pertenecer, a una generación que siente haber llegado demasiado tarde a la gran fiesta de la ciudad. Los invitados más recatados se han marchado y en su lugar sólo han dejado a unos cuantos borrachos tirados en mitad de la calle. O quizás estos invitados recatados terminaron convirtiéndose en estos esperpentos. No se oye música, sólo el eterno rasgueo que produce la aguja sobre el disco de vinilo que no deja de girar. El entorno, cargado de vaho de cuerpos sudorosos mezclado con humo de cigarros, en medio de su inmovilidad, sugiere que hubo mucha algarabía y que todos los invitados en verdad la pasaron fenomenal. Pero uno llegó tarde. Ya no podrá gozar las mismas experiencias. ¿Y qué nos queda entonces? Pues añorar esas experiencias que no nos alcanzaron y reconstruir ese pasado a nuestras necesidades. Sé que por cada calle de Lima, por cada paso que dé, por cada objeto que toque, todo estará lleno de historias públicas y secretas que nadie las comparte conmigo, pero las intuyo, las respiro. La literatura, la narrativa, los cuentos que escribo siempre me han ayudado a hurgar en aquellos espacios inhabitados, y los he ido poblando línea a línea.”
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Todos tenemos una familia literaria. Nos debemos a una tradición. Muchas veces queremos parecernos a ellos y, mientras más lo intentamos, más distintos nos sabemos. Sin embargo, para nuestra complacencia, algunas huellas, gestos, nos quedan de estos antecesores. Si hablo de cuentistas peruanos que influyeron en mi formación, aquí les presento a mi familia literaria: el Clemente Palma del libro Cuentos malévolos, el Abraham Valdelomar de los cuentos Los ojos de judas o El vuelo de los cóndores, la poesía de José María Eguren y sus Motivos estéticos (me permito esta excepción al no tratarse de un narrador), Martín Adán y La casa de cartón (no presenta cuentos pero me es imposible no colocarlo ahora que he roto las reglas), el José María Arguedas del conjunto de cuentos Agua, Julio Ramón Ribeyro y La palabra del mudo, el José Durand del libro Desvariante, Luis Loayza y su libro Otras tardes, Oswaldo Reynoso y Los inocentes, Alfredo Bryce y sus Huerto cerrado y La felicidad jaja, Carlos Calderón Fajardo y sus cuentos en El que pestañea muere, Siu Kam Wen en su libro El tramo final, Guillermo Niño de Guzmán y su libro Caballos de medianoche, Alonso Cueto y La batalla del pasado. Pero no sólo tengo abuelos y padres literarios, también tengo hermanos, como Iván Thays y sus Fotografías de Frances Farmer. Los demás son parientes lejanos o uno que otro advenedizo.
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Cuando los conquistadores llegaron a América del Sur, se deslumbraron al ver seres fabulosos, animales que no pertenecían a su imaginario y, al no encontrar nombres más apropiados, prefirieron llamarlos demonios o buscarles un nombre equivalente a lo ya conocido de antaño. Al escribir un cuento, seguimos haciendo lo mismo. Buscamos palabras para nombrar lo desconocido.
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En el cuento, sólo por un instante, también se consigue la iluminación. ¿Qué iluminamos? ¿Para qué iluminamos? Es mejor abandonar estas preguntas y únicamente estar dispuesto para el destello.
Como sabemos, más allá de toda razón está el arte.
Lima, marzo de 2005
Ricardo Sumalavia (publicado en su libro de cuentos Habitaciones, 3ra edición. Lima, Estruendomudo editores, 2005.)